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Estoy llorando, no dejo de llorar, se han llevado a mi madre, a la mujer que me llevó en su vientre, a la mujer que me crió desde pequeño, a la que me cambió los pañales, se la han llevado.
Estoy sentado en un sillón, viendo hacia el féretro en donde se encuentra su cuerpo, rodeado de cientos de flores blancas, pues quien no le daría flores a mi madre, si en en vida fue una mujer maravillosa.
La gente llega con más flores, vienen a despedirse de esta gran mujer.
Como no queriendo se acercan lentamente a dónde descansa mi madre, no es miedo, es el nervio de no saber qué decir, de no saber cómo reaccionar y es que en las despedidas quién sabe cómo hacerlo.
Se paran frente a ella, sus ojos se llenan de lagrimas, arrojan un suspiro y miran a mi madre, quien yace ahí en ese frío ataúd, tranquila y sin preocupaciones.
Las mascarillas se mueven como si algo ahí debajo estuviera inquieto, al parecer es porque sus labios están hablando, están lanzando sus últimas palabras a mi madre.
La miran y la miran y no dejan de mirarla, yo no los culpo, nadie puede creerlo, estamos tan acostumbrados a las personas que nos parece raro cuando se van.
Entre cientos de flores blancas, una luz tenue alumbra el tranquilo y petrificado rostro de mi madre
La gente termina su despedida, pone su mano sobre el cristal del ataúd y como cámara fotográfica, capturan por última vez el rostro de mi madre.
Con las piernas temblorosas y los lentes empañados, se alejan lentamente del cuerpo de mi madre para tomar asiento y explicar a su cabeza qué es lo que está pasando.
Todos en la sala estamos desconcertados, seguimos sin entender qué es lo qué está pasando, seguimos sin entender a dónde fue mi madre.
Las flores siguen llegando, mi madre parece estar en un jardín rodeada de cientos de flores blancas, ¿será que le está gustando cómo está quedando?, ¿o será que hubiera preferido rosas rojas?
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